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Catandur

Colegio

Usar la cabeza

 

Alguna vez les he hablado del Cabeza, al menos para decirles que era bruto y noble como un burro. Bruto en el amplio sentido de la palabra. Le costaba bastante aprobar, pero logró no repetir ningún curso, e incluso aprobar la selectividad en junio, gracias a mucho esfuerzo. Pero también era bruto de bruto. Nacido y criado en Conil, su lenguaje era peculiar, con un acento propio que nos provoco no pocos problemas. Recuerdo un día en el que acordamos que yo iría a Conil en bicicleta –hubo un tiempo, poco, en el que era capaz de hacer tales proezas-

 

-No vemo en lo cali’tro- me dijo en su acento peculiar.

-Vale, allí nos vemos.

 

Pero no hubo forma de vernos. Yo busque los calistros por todo Conil, y allí no había bar, calle, pastelería o persona que se llamase así. Después de más de una hora decidí preguntar a un lugareño.

 

-Jiii, hombre, los calistro, vuerve y por el cementerio.

 

Bien, el cementerio. Un lugar físico y fácil de encontrar. Y allí estaba mi amigo, en la puerta de enterramientos, a punto de irse a su casa porque yo no había dado con él. Al decirle que me podía haber dicho que los calistros era el cementerio, me miró con cara de asombro, para decirme y señalarme lo que eran los calistros: los eucaliptos plantados alrededor del cementerio. Así era el Cabeza.

 

Pero les decía que era bruto en el amplio sentido de la palabra. Aún no habíamos llegado a BUP y su cabeza ya era famosa. Su dureza de cabeza, habría que decir. Porque sí, tenía una cabeza prominente, grande, muy grande. Casi tanto como la Elmer, el pobre cazador del que siempre se reía Bugs Bunny. Pero además era dura, muy dura. Hablando de cabezas grandes y duras, podríamos dar a error. Nos referimos, por supuesto, a la cabeza que va sobre los hombros, la que, en la gran mayoría de las personas, se usa para pensar. Pues el Cabeza, además de para pensar, la usaba para sacarse unas pesetas. Apostaba que era capaz de abollar cualquier cosa: sillas, mesas, puertas,... En 5º de EGB, mi amigo se encontró con un grave problema. Su habilidad fue descubierta por nuestro profesor, D. Celio, un hombre grande, algo amanerado –entonces no existían los homosexuales y menos en el MOPUS- y que no tenía ningún parecido con nuestro querido D. Juan Juez. D. Celio decidió mostrar al Cabeza como si de un mono de feria se tratase. Cada vez que otro profesor, o alumno de curso superior, pasaba por nuestra aula, el Cabeza se veía obligado a mostrar su habilidad. Al final de curso, la mesa y la puerta estaban totalmente abolladas, y la cabeza de mi amigo un poco más lenta de lo habitual. Gracias a Dios, o a un alumno mayor de Conil que estuvo en clase a final de curso, la madre del Cabeza se enteró de lo que pasaba, y solicitó una entrevista con el profesor en cuestión. Esa fue la última vez que el Cabeza golpeo una mesa para ese profesor. Desde ese momento solo lo hizo por gusto o por dinero.

Semana Blanca

 

El año que pasamos a 1º de BUP creímos lograr un hito en Ríolete. Según nuestros profesores, gracias a nuestro esfuerzo y buen comportamiento logramos que la semana blanca se convirtiera en algo más que una simple semana de vacaciones. Lo cierto es que algunos padres se habían quejado de tener que soportar a los hijos en casa durante diez días. Así que en una reunión del APA, que hoy es AMPA, decidieron mandarnos de viaje. Y así fue como nuestra promoción fue la primera en irse a esquiar a Sierra Nevada.

 

Yo me apunte, reticente porque esa semana jugaba el Cádiz en Carranza. Pero mis padres me dijeron que me fuese, que me lo iba a pasar bien y que era una oportunidad. Así que me monté en el autobús con el resto de compañeros, que no amigos. Lacueva iba casi todos los fines de semana a esquiar allí; el Cabeza iba a ir, pero cayó enfermo esa semana y se tuvo que quedar en Conil; y a Florentino y Aguja no les dejaron ir por las notas del trimestre anterior. Así que me encontré compartiendo asiento y habitación de hotel con Puntilla, que en esa época ya había perdido la “n” de su apellido, y con Oveja, un chipionero con el que hice gran amistad y que también terminó estudiando historia, pero unos años después que yo.

 

Puntilla estaba como un niño con zapatos nuevos. Yo tenía claro que no iba a esquiar, así que me junté con Oveja y unos cuantos más y localizamos una pequeña tienda donde no nos pusieron pegas para vendernos unas cervezas. Con eso y El Señor de los Anillos nos tiramos en un pequeño rincón rodeado de nieve a jugar al rol. Y esas estábamos cuando Puntilla me pidió que le acompañará a comprar, porque a esta altura de la partida, el empollón se encontraba más marginado que yo que había encontrado un grupo de juego con el que moverme.

 

No me hacía mucha ilusión ir de compras con el Putilla pero pensé en los años pasados solo en los recreos encerrado en mis libros o hablado con solo cuatro o cinco compañeros. Y el pobre Puntilla no hablaba con nadie. Sus padres le había obligado a ir a ese viaje para no tenerlo en casa y, a cambio, le iban a comprar la megadrive II con el Sonic. Así que me dio pena y le acompañé. Compró todo lo que necesitaba: gafas, guantes, botas... alquiló los mejores esquís y el mejor mono –una visión que no les describiré para ahorrarles las pesadillas que me persiguieron durante varios años- y, por supuesto, todo lo más caro. Llegué a preguntarle que porque compraba lo más caro y el respondió con una sonrisa triste:

 

-Para que mi padre se de cuenta de que he venido al viaje

 

Yo me volví con mi grupo de rol, mientras veíamos a Puntilla salir de la tienda lentamente. Se colocó los esquís en una zona absolutamente llana y dio sus primeros pasos. Por alguna ley física que no logró comprender, los esquís comenzaron a coger velocidad, mientras el Putilla lanzaba por su boca palabras que no pensamos que supiera. Según la velocidad aumentaba, comenzaron las apuesta de hasta donde llegaría. Además de debatir sobre la misteriosa velocidad tomada por mi compañero de habitación. Lo cierto es que el debate duró poco. En menos de un minuto Puntilla había chocado contra la torre del telesilla, ante la mirada atónita de los profesores y nuestras carcajadas. Puntilla se levantó tan digno como pudo, se quitó los guantes y se dirigió hasta donde estábamos. Por algún motivo que no comprendo aún, me lanzó sus guantes y salió corriendo hasta la habitación. Y por motivos aún más misteriosos, yo recogí sus esquís para llevarlos hasta la tienda donde los había alquilado –estaba seguro de que no los volvería a usar-.

 

-¡Tu! Dursselev ¿que le has hecho a Puntilla?

-I have not done anything, Mr. Cesar.

 

El resultado de mi atrevimiento fue pasarme el resto del fin de semana con Puntilla pero, al menos, dentro del hotel no hacia frío, los colegas de rol vinieron a mi habitación y Puntilla demostró que era un experto abriendo botellas de cerveza con un mechero.

Cuidado con las bombas

 

Don José Juez era un maestro de los antiguos. De esos que saben de todo y son capaces de enseñarte cualquier cosa. En Ríolete tenían la costumbre de que el maestro acompañará a los alumnos por toda la primera etapa de la EGB, por lo que D. José se convirtió en parte importante de nuestras vidas. No les engañaré si les digo que al final de mi etapa escolar es de él de quién mejores recuerdos guardo, pese a su tendencia a levantarme por los mofletes cada vez que hacía algo que no debía. Pero es que él era de ese tipo de maestros que pensaban que la letra con sangre entra, pero cuanta menos sangre mejor. Después de muchos años, ya fuera del colegio, llegué a la conclusión de que la aparente brutalidad de D. José no era tal, que jamás hizo daño a nadie, y que lo que pretendía era mostrar una figura paternal para todos aquellos que no la conocieron en casa. Bien porque sus padres trabajasen muchos, bien porque al llegar las vacaciones los mandasen de campamento para seguir viviendo sin ser molestados.

 

Pues bien, hoy les voy a contar una de las muchas historias que D. José protagonizó en mi vida. Tal vez la recuerde con mayor viveza por como se vivieron aquellos años en Ríolete, con los aviones y helicópteros americanos pasando sobre nuestras cabezas camino de la base de Rota. Eran los tiempos de la primera guerra del Golfo y D. José estaba seguro de que una bomba atómica lanzada por Sadam Husein, o por sus aliados del norte de África, iba a caer sobre nuestro colegio. Estaba seguro de que los aviones iraquíes fuesen capaces de sobrevolar todo el Mediterráneo sin ser vistos, pero también estaba absolutamente convencido de que confundirían el patio de nuestro colegio con la base naval. Así que comenzó a explicarnos lo que debíamos hacer si veíamos un avión dirigirse hacia nuestra ventana.

 

-¡Chicos!. Si ven un avión de guerra sobrevolar el colegio.

- ¿Cómo ese? Maestro- la voz de Aguja sonó con miedo desde el final del aula mientras señalaba uno de los muchos aviones que pasaban a diario sobre nuestras infantes cabezas.

-No, Aguja, ese es americano. Es de los nuestros. Solo si veis un avión iraquí.

- Maestro ¿como es un avión iraquí?- Ahora era Lacueva el que levantaba la mano.

- ¿Tu eres tonto?- le respondía Aguja- los aviones iraquíes son moros.

 

Y con eso todo solucionado y D. José podía continuar su explicación.

 

-Si veis un avión que viene hacia aquí. O algo muy grande volando solo. Os metéis debajo del pupitre. Os tapáis la cabeza con las manos y esperáis a que os den permiso los profesores para levantaros.

-Pero maestro, ¿la bomba atómica no es lo que lanzaron en Hiroito?- era la voz de Puntilla, el empollón de la clase- Creo que esto no funcionará. Sería mejor rezar un padre nuestro...

D. José se puso verde, mientras gritaba que era Hiroshima y que en la clase mandaba él y que debíamos hacer lo que el dijese. Aunque al final tuvo que reconocer que lo del padre nuestro no era mala idea....

Can yu estar riding, plis

Aún recuerdo con desagrado mis clases de inglés. Hoy todo el mundo tiene una educación bilingüe –trilingüe si eres catalán, vasco o gallego-, pero entonces a los idiomas no se le daba tanta importancia, al fin y al cabo ¿qué españolito iba a estar preparado para irse a EEUU o Inglaterra?. Como diría Homer Simpson: “English. Who need that?. I never go to England” Y yo menos que nadie.

 

Pese a todo, en el colegio se empeñaron en darnos inglés desde chiquititos, lo que no sirvió para que mis amigos  y yo aprendiéramos la lengua de la pérfida Albión. En mi caso porque mis oídos no están situados en la posición correcta, en el caso de mis amigos porque no tenían capacidades innatas para ello. Y, además, las clases de nuestro profesor no ayudaban. Pero lo peor no eran las clases en esas tiernas edades. Lo peor vino cuando “nos hicimos mayores” y entramos en BUP y conocimos a nuestro mayor enemigo: D. Cesar Jose. El nuevo profesor de inglés. Las clases se convirtieron en sesiones de torturas dirigidas magistralmente por su sádica mano hasta el final del aula. Lacueva y yo, sentados el uno junto al otro, nos mirábamos acongojados cada vez que su figura accedía al aula con ese toque que solo los grandes profesores pueden tener. Llegaba hasta su mesa y, antes de que nos hubiera dado tiempo a sacar los libros, ya había dicho la fatídica frase:

 

- Dursselev, can yu estar riding, plis

-Yes, ay can.

Como para no poder, él era el profesor y yo el alumno. Así que allí te ponías a leer, con tu maldito acento medio español, medio inglés, con entonación francesa porque, a estas alturas, ya estabas dando francés y latín y no eras capaz de reconocer donde estabas. D. Cesar Jose iba poniéndose colorado según escuchaba mi entonación y, finalmente, decía en perfecto castellano

-¡Lacueva!, siga usted y espero que no lo haga peor que su compañero.

-Fiuuu... lo intentaré, pero no le prometo nada.

- ¡Ey! Que hago lo que puedo, y además, no rajéis de mí, que estoy aquí todavía. ¿no me ve, D. Cesar? Soy el gordo del fondo.

-Chetos... digo.. Dursselev... a la calle

- I not understand to you.

Y la discusión seguía por derroteros parecidos, hasta que yo daba con mi cuerpo fuera de clase. Dejando a Lacueva con los ojos en lagrimas ante mi valentía. Y yo marchaba con mis libros de inglés, como pedía don Cesar. Pero, mis libros de Warhammer y rol, porque, amigos míos, que no fuese capaz de leer en voz alto, no quería decir que no supiese inglés.

El colegio: RĂ­olete

Hoy les voy a hablar de mi colegio, uno de esos con tintes religiosos y adscritos al MOPUS, ya me entienden. Estaba casi interno, y digo casi porque dormía en casa, a la que llegaba a eso de las 6. Pero no estábamos allí porque nuestros padres no nos quisieran, al menos en mi caso no era así, si no por la buena fama que tenía el centro: el colegio Riolete (como dice mi buen amigo Gades Noctem en su blog, no he comprado los derechos para usar el nombre real), de El Puerto de Santa María. Porque si no lo he dicho hasta ahora, se los hago saber: soy gaditano, de Cádiz Cádiz.

Pero les hablaba de mi colegio. Era un centro elitista donde se juntaba la gente con más dinero y con más tontería de la provincia, con los hijos de los adeptos del Mopus (que no pagaban) y con otros que habíamos caído allí porque los jesuitas no tenían autobús escolar. Eso hacía que los grupos de amigos fueran muy diversos. En mi caso, el grupo lo formábamos cinco: el cabeza, que era de Conil y se parecía más a un burro que a un ser humano –noble pero más bruto que un arado-; José Lacueva, que años después, ya en la carrera, se convirtió en el Visir, cabezón, rubio casi albino, asmático y fumador desde los 10 años; Paco Florentino, hijo de un médico terrateniente venido de un pueblo de la sierra, lo que no le impedía ser blanco como leche y canijo hasta un punto imposible de creer; Santi Aguja, que siempre iba un paso por detrás del resto, y que era bajito, feo y con gafas; y yo, que como se pueden imaginar era uno más del grupo y que era conocido en aquel entonces como Chetos, por el parecido más que razonable con el ratón gordo que en aquella época anunciaba ese nuevo producto que venía a sustituir a los gusanitos de toda la vida

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Lo cierto es que ninguno de los cinco fuimos grandes estudiantes, ni si quiera eramos buenos deportistas, nos pasábamos los recreos (que eran eternos en nuestro estado psudo-interno) tirados al solecito, hablando de niñas y, como no podía ser menos, viendo revistas pornos que Lacueva robaba en una tienda cercana a su casa. Otro día, con más tiempo, les contaré sus aventuras con el kiosquero.

En clase nos sentábamos en las últimas filas, y no porque no quisiéramos aprender, ni porque nos pusieran allí para que el ruido fuese menor. Si no porque estábamos plenamente convencidos de que escondido detrás de los empollones nos hacíamos invisibles. Como pueden imaginarse no ocurría y siempre éramos los primeros a los que se nos preguntaban por unas actividades que no estaban hechas.

Con todo esto, ya se habrán imaginado que nosotros éramos los pardillos de la clase, aquellos centro de toda burla. Ya saben, esos de los que vosotros alguna vez os reísteis.