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Catandur

Cambio de dirección

Me comentan algunos amigos que siguen pasando por aquí. Pero este blog se mudó hace tiempo a una nueva dirección. Más rápida y comoda para todos, donde día a día se pueden seguir mis historias y otras cosas.


Así que ya sabéis, ahora estoy en http://catandur.blogspot.com/

Mamón

 

Desde que tengo uso de razón recuerdo tener a mi lado a Lacueva. Incluso desde antes, pues toda mi vida ha pasado junto a él. Un día hicimos los cálculos, 27 años hace que nos conocemos. Solo dos años estuvimos separados: desde que nacimos hasta que entramos en la guardería. Es como mi sombra, mi hermano, mi amigo. Un mamón que está junto a mí aunque no lo esté físicamente. Algo así como la enamorada que echa de menos a su amado muerto y lo siente junto a ella siempre. Pero sin enamoramiento ni muerte de por medio. Simplemente somos amigos. Muy amigos. Entre otras cosas porque vivimos juntos nuestro periodo escolar en el semi-internado de Ríolete; y compartimos universidad y carrera. E, incluso, después de la carrera, nuestra amistad siguió fuerte, aunque con los lógicos intervalos.

 

Durante mucho tiempo, cada vez que me veía, me decía:

 

-Killo, estás más gordo.

-¿Quién fue a hablar?- era mi respuesta, aunque mi amigo nunca había estado tan gordo como yo. Es más, durante su estancia de ERAMUS en Italia, a base de pasta y cerveza -más de cerveza que de pasta- llegó a perder 15 kilos. Desgraciadamente para él, su estancia fue corta. Al mes lo encontraron en el suelo de la ducha en la residencia de estudiantes, y lo devolvieron para Cádiz. Pero no se asusten, no fue el alcohol, ni la perdida de masa corporal. Se desmayó del dolor por un problemilla en sálvense las partes.... traseras.

 

Pero últimamente, el encuentro ha cambiado las tornas. Ahora soy yo el que le dice que está más gordo, mientras él me mira, buscando decirme que estoy más gordo sin poder, y acaba con un simple:

 

-¡mamón!

 

Lacueva, o el visir de Cádiz, fumaba ducados. Uno tras otro, sin descanso. Y bebía. Desde que entró en la tuna, sobre todo, comenzó a beber más, aunque nunca le vi borracho. Cosa que si ocurrió al revés. Además, tenía problemas de corazón. Todo eso unido provocó que su medico de cabecera le dijese que tenía que cambiar de hábitos de vida. Solo así, le dijo, llegaría a superar los 30. Y no los ha superado. Pero está dispuesto a hacerlo, así que ha dejado de fumar, cambiando los cigarrillos por los frutos secos. Y su cuerpo ha esponjado... y su cabeza. Una enorme y rubia cabeza, que ahora se adorna con una dorada barba. Cada día se aleja más de Abderraman III (gracias al que tomó su nombre de guerra) para parecerse a un hibrido de Papa Noel con el rey Melchor.

 

Pero, pese a todo, el Visir sigue siendo el mismo de siempre. Bonachón, simpático y cercano a todos. Hablar de Lacueva sería diferente. Lacueva era más tímido. Se escondía detrás de mí. No sé si por complejos, o por miedo a la gente. Lo cierto es que la tuna lo cambió. Para mejor. Aunque, a veces, uno llega a pensar que, como él mismo diría, le falta un hervor.... ¡mamón!

Usar la cabeza

 

Alguna vez les he hablado del Cabeza, al menos para decirles que era bruto y noble como un burro. Bruto en el amplio sentido de la palabra. Le costaba bastante aprobar, pero logró no repetir ningún curso, e incluso aprobar la selectividad en junio, gracias a mucho esfuerzo. Pero también era bruto de bruto. Nacido y criado en Conil, su lenguaje era peculiar, con un acento propio que nos provoco no pocos problemas. Recuerdo un día en el que acordamos que yo iría a Conil en bicicleta –hubo un tiempo, poco, en el que era capaz de hacer tales proezas-

 

-No vemo en lo cali’tro- me dijo en su acento peculiar.

-Vale, allí nos vemos.

 

Pero no hubo forma de vernos. Yo busque los calistros por todo Conil, y allí no había bar, calle, pastelería o persona que se llamase así. Después de más de una hora decidí preguntar a un lugareño.

 

-Jiii, hombre, los calistro, vuerve y por el cementerio.

 

Bien, el cementerio. Un lugar físico y fácil de encontrar. Y allí estaba mi amigo, en la puerta de enterramientos, a punto de irse a su casa porque yo no había dado con él. Al decirle que me podía haber dicho que los calistros era el cementerio, me miró con cara de asombro, para decirme y señalarme lo que eran los calistros: los eucaliptos plantados alrededor del cementerio. Así era el Cabeza.

 

Pero les decía que era bruto en el amplio sentido de la palabra. Aún no habíamos llegado a BUP y su cabeza ya era famosa. Su dureza de cabeza, habría que decir. Porque sí, tenía una cabeza prominente, grande, muy grande. Casi tanto como la Elmer, el pobre cazador del que siempre se reía Bugs Bunny. Pero además era dura, muy dura. Hablando de cabezas grandes y duras, podríamos dar a error. Nos referimos, por supuesto, a la cabeza que va sobre los hombros, la que, en la gran mayoría de las personas, se usa para pensar. Pues el Cabeza, además de para pensar, la usaba para sacarse unas pesetas. Apostaba que era capaz de abollar cualquier cosa: sillas, mesas, puertas,... En 5º de EGB, mi amigo se encontró con un grave problema. Su habilidad fue descubierta por nuestro profesor, D. Celio, un hombre grande, algo amanerado –entonces no existían los homosexuales y menos en el MOPUS- y que no tenía ningún parecido con nuestro querido D. Juan Juez. D. Celio decidió mostrar al Cabeza como si de un mono de feria se tratase. Cada vez que otro profesor, o alumno de curso superior, pasaba por nuestra aula, el Cabeza se veía obligado a mostrar su habilidad. Al final de curso, la mesa y la puerta estaban totalmente abolladas, y la cabeza de mi amigo un poco más lenta de lo habitual. Gracias a Dios, o a un alumno mayor de Conil que estuvo en clase a final de curso, la madre del Cabeza se enteró de lo que pasaba, y solicitó una entrevista con el profesor en cuestión. Esa fue la última vez que el Cabeza golpeo una mesa para ese profesor. Desde ese momento solo lo hizo por gusto o por dinero.

Bizcocho

Dicen que todos los niños son crueles, y nuestra niñez llegó hasta cerca de la mayoría de edad. Y con ella, nuestra crueldad. Pero toda nuestra fuerza imaginativa se dirigía a una sola persona: Irina. Irina era rubia, tanto que a veces su pelo parecía blanco, como su piel, que era absolutamente blanca. En no pocas ocasiones me recordó a Florentino, mi amigo del colegio. Pero Irina tenía otra particularidad: solo con que el sol rozara su piel, se convertía en roja. Motivo por el que, en nuestra infinita crueldad, comenzamos a llamarla Gusiluz. Muchos años después descubrimos que Irina era un patito feo, que finalmente acabó convirtiéndose en cisne, y perdonándonos toda la crueldad que habíamos dirigido hacia ella.

Les pondremos un ejemplo de nuestra crueldad con Irina. Un día, en la playa, las niñas del grupo nos preguntaron que porque no nos gustaba salir con ellas –o algo parecido, no lo recuerdo bien- y el Chino les respondió que eran muy feas y que, además, nos espantaban a otras niñas. Ellas respondieron enfadadas y Peter, un gaditano tan peculiar como buen amigo, respondió que se fijasen en Irina, que era el claro ejemplo de la fealdad. Irina, que estaba justo a su lado, se echó a llorar y finalmente salió corriendo hasta su casa.

Ibérica nos puso los puntos sobre las ies y nos dijo que éramos unos niñatos, que debíamos disculparnos con ellas. Que mucho ir a su casa a tomar los –exquisitos- bizcochos de su madre, o a meternos en la piscina y luego la tratábamos así. Su convicción y enfado fue tal que acabamos acatando sus órdenes y acudimos a casa de Irene. Hasta allí fuimos Peter, el Chino, Gab(r)i Paz, Jon Etxebarría –un vasco que vino un par de veranos y que tenía a todas las niñas locas- y yo.

La casa de Irina tenía un anteporche de cristales, y allí dentro esperamos los cinco mientras las niñas iban a buscar a su amiga y la intentaban convencer de que saliera. Mientras eso ocurría, Gabi Paz se dedicó a observar el anterporche, hasta descubrir un paquete de papel albal sospechoso.

-Oye, ¿eso no será un bizcocho?.

-Ábrelo- fue Jon el que lo decía mientras comenzaba a retirar el papel

- Está caliente.

-No importa- dijo finalmente Peter con la boca llena de bizcocho.

El resto se lo pueden imaginar. Irina se puso nuevamente roja, pero del enfado, e Ibérica estuvo varios días sin hablarnos hasta que, finalmente, nos dijo:

- El bizcocho no era para vosotros. No debisteis coméroslo.

- Cierto- dijo Jon –estaba demasiado caliente todavía.

Boyas

 

Las Calas recibe su nombre unas magnificas playas, de arena blanca y agua cristalina. Las playas de Conil son de las mejores de España, pero no lo digan mucho por ahí, que aún no están masificadas. Cuando llegaba el verano, nosotros éramos fijos en Francia. Y no, no nos íbamos a Paris, sino a la bajada de la calle Francia, igual que otros bajaban por Dinamarca, por la Depuradora, Helvetia o las Rocas. Pero nosotros bajábamos por Francia, entonces la principal bajada y única que tenía escaleras hasta la arena. Allí nos conocíamos todos. Los grupos de amigos se reunían entorno a equipos de fútbol: los Adambels, los HotDog, los Canarios, los Surferos –archienemigos de todos los demás- y nosotros: los Marabunta o Ertoil, ya que durante varios años estuvimos patrocinados por el tío de Rambo. Las rivalidades de las pistas se trasladaban a las playas. Se luchaba palmo a palmo por coger el mejor lugar en la orilla para jugar al fútbol, o el mejor lugar donde tirarse a tomar el sol. Se luchaba, inocentes de nosotros, por tener a las mejores niñas, cuando realmente eran ellas las que nos elegían a nosotros.

 

En nuestra pandilla estuvimos bien surtidos. Teníamos a varias de las niñas más guapas de la playa: las hermanas Almoraina y Magot, y la sevillana Nilda. Otras más normales, como Ibérica, las hermanas Tambo: Natacha y Beata, Irina –con la que fuimos crueles hasta puntos insospechados-, Paola y algunas más. Eran un buen grupo, la verdad, aunque no en pocas veces les hicimos el feo por conseguir “el amor” de las tres primeras.

 

Pero les hablaba de la playa. Y en la playa hay que hablar del mar. Un mar bravo, duro y peligroso que en no pocas ocasiones se cobró la vida de incautos veraneantes. Yo no tenía muchos problemas con el agua. Como se imaginaran, teniendo como apodo el Chetos, era gordo –o lo soy, mejor dicho-. Pero la gordura me daba una ventaja en el agua que nadie más tenía: flotaba, como los petroleros. Seguro que hay alguna ley física que lo explique, pero yo la ignoro. Por dos razones fundamentales: primero porque aprobé física y química a base de chuletas; segundo, soy de letras. Pero lo cierto es que flotaba. No me comía nada en las noches de Conil, pero flotaba. Y en eso estaba, flotando cual boya a la deriva, cuando escuche una voz en la cercanía. Una de esas veraneantes, que no hacen caso de los lugareños y se lanzan a nadar. Ni corto ni perezoso me acerque hasta ella –no era plan de dejarla morir- entrando en la corriente de agua que nos llevaba hacia el interior del Atlántico. Logré llegar a ella, y agarrarla. Y entre mi flotabilidad y mi esfuerzo conseguí mantener su cabeza fuera del agua. El problema era que ella estaba histérica, y no había forma de moverla. Yo intentaba tranquilizarla, mientras llamaba a mis amigos para que me ayudaran.

 

-Tranquila- le decía- relájate. Que salir no saldremos pero hundirnos no nos hundiremos.

 

Pero eso no lograba tranquilizarla, más aún, cuando la orilla comenzaba a alejarse de nuestro horizonte. Cuando ya lo creía todo perdido, y me veía navegando a la deriva cual patera sin patrón, escuche las voces de Rambo y el Chino:

 

-¡Tíos! El Chetos está con una tía.- decía feliz Rambo.

- ¡Eso es que se están ahogando!, a por ellos- el Chino siempre mordaz y locuaz. Pero lo cierto es que, por una vez, el no comerme ni una rosca en Conil, me había salvado la vida. Más allá de la crueldad de mis amigos que, también por una vez, había sido dirigida hacia mí y no hacia Irina.

Rambo

Rambo era sevillano, grande, rápido y bruto. Muy buena gente, pero obsesionado con ganar. Pese a todo nos hicimos buenos amigos, aunque alguna vez estuve a punto de recibir un puñetazo por ganarle una batalla de warhammer. Cuando más se le notaba la vena ganadora era en los deportes. Yo odiaba jugar al fútbol con él, porque los gritos eran continuos contra mi persona. El Ruso no jugó al fútbol jamás, se mantuvo virgen en el deporte rey, pero Cocom, Pancho y yo sucumbimos ante el deporte. Tal vez porque íbamos todos los fines de semana a Las Calas y nuestros nuevos amigos solían jugar algunos partidos e incluso ganaron algunas ligas veraniegas. Pero si se perdía Rambo siempre encontraba en mi persona al culpable, incluso alguna vez llegó a gritarme por haber recibido un gol, aunque yo estaba sentado en la grada desde varios minutos antes.

 

Además de gustarle ganar, Rambo sudaba mucho. Si hubiera sido Ranma, se habría transformado en la chica pelirroja en cada partido, caminata o paseo en bici. Debía tener algún tipo de problema, porque tanto sudor no era normal. Y a eso se unía la falta de higiene. En verano no se notaba tanto, porque había que ducharse para entrar en las piscinas, o se bañaba en la playa. Y en invierno, de vez en cuando, recibía alguna moja. Pero lo normal era que se le reconociera por el olor a sudor. Recuerdo un año vino a casa, porque sus padres se había separado y habían vendido el chalet –algún día les hablaré de ese bendito lugar-, y el olor que quedo impregnado en las cortinas fue nauseabundo. Durante todo el fin de semana se negó a pasar por la ducha, lo que aumentaba la situación que se creaba en su entorno. Fue necesario acudir al Ruso, que por esas fechas fumaba como un carretero en el parto de su primero hijo, para que el olor fuese menos dañino, creando una nube de humo en la casa que hoy, con las leyes anti-tabaco, hubieran supuesto una gran multa.

 

Pero lo más destacado de Rambo era su gusto por lo militar. En nuestras partidas de rol en vivo todos queríamos estar en su grupo y, por supuesto, todos huíamos de él en caso de estar en el contrario. Pero a veces eso no servía para salir indemne. Recuerdo un año, jugando en el cauce seco del río Roche. Rambo, Pancho, Cocom y yo formábamos equipo y decidimos montar una emboscada al otro grupo, formada por el Chino, el Ruso, Cathan Fiesta y JJ, el portero regordete al que habíamos conocido unos años antes. El Chino era especialista en arcos largos y sus flechas eran capaces de clavarse en un árbol o atravesar nuestras rusticas armaduras hechas con tapas metálicas y cartón. Así que él era nuestro primer objetivo. El segundo sería JJ abanderado y objetivo último de la misión.

 

Pancho se preparó con su arco, escondido entre la hiedra que cubría una valla. Cocom y yo, con nuestras ballestas y armas cortas, nos escondimos entre la maleza del seco cauce. Y Rambo, simplemente, desapareció. El Ruso fue el primero en aparecer en el recodo del camino, con su espada de madera y su escudo en la mano. Junto a él, Fiesta iba atento a todo, con un pequeño arco corto. Detrás de él apareció JJ con la enorme bandera de Escocia que su padre le había regalado, y armado con otra espada. Finalmente, apareció el Chino. Cocom y yo esperamos lo suficiente para caer sobre él en un instante, arrebatándole su mortífera arma y esperando que Pancho y Rambo actuasen. Pancho disparó su arco sobre Fiesta y el Ruso, dándole a mi tocayo que cayó “herido” al suelo. JJ corrió junto a sus compañeros mientras todos nos preguntábamos donde estaba nuestro cuarto hombre. Un grito nos hizo alzar las miradas hasta el cielo. Allí, colgado de una liana de hiedra, apareció Rambo con su espada en la mano. En mitad de su vuelo por el cauce –no les exagero si les digo que estaba a unos cuatro metros del suelo- la liana se rompió. Imagínense el golpe que conllevó la ruptura pero, lo peor, fue que Rambo se levantó magullado, sangrando en ambas rodillas, y se lanzó como un poseso sobre el Ruso y JJ que lo único que podían hacer era preguntarle si estaba bien. Rambo arrancó la bandera de las manos de JJ y, con una sonrisa triunfal en su cara empapada en sudor y sangre dijo.

 

-Ahora sí, ¡perdedores!. ¡He ganado!

-¡Hemos ganado!- grito Pancho

 

Del abrazo resultante por la gran victoria, Pancho tuvo que acudir al ambulatorio de Conil. Rambo le había abrazado con tantas ganas que le había clavado el mástil de la bandera, provocándole la ruptura de dos costillas. Rambo era así.

Semana Blanca

 

El año que pasamos a 1º de BUP creímos lograr un hito en Ríolete. Según nuestros profesores, gracias a nuestro esfuerzo y buen comportamiento logramos que la semana blanca se convirtiera en algo más que una simple semana de vacaciones. Lo cierto es que algunos padres se habían quejado de tener que soportar a los hijos en casa durante diez días. Así que en una reunión del APA, que hoy es AMPA, decidieron mandarnos de viaje. Y así fue como nuestra promoción fue la primera en irse a esquiar a Sierra Nevada.

 

Yo me apunte, reticente porque esa semana jugaba el Cádiz en Carranza. Pero mis padres me dijeron que me fuese, que me lo iba a pasar bien y que era una oportunidad. Así que me monté en el autobús con el resto de compañeros, que no amigos. Lacueva iba casi todos los fines de semana a esquiar allí; el Cabeza iba a ir, pero cayó enfermo esa semana y se tuvo que quedar en Conil; y a Florentino y Aguja no les dejaron ir por las notas del trimestre anterior. Así que me encontré compartiendo asiento y habitación de hotel con Puntilla, que en esa época ya había perdido la “n” de su apellido, y con Oveja, un chipionero con el que hice gran amistad y que también terminó estudiando historia, pero unos años después que yo.

 

Puntilla estaba como un niño con zapatos nuevos. Yo tenía claro que no iba a esquiar, así que me junté con Oveja y unos cuantos más y localizamos una pequeña tienda donde no nos pusieron pegas para vendernos unas cervezas. Con eso y El Señor de los Anillos nos tiramos en un pequeño rincón rodeado de nieve a jugar al rol. Y esas estábamos cuando Puntilla me pidió que le acompañará a comprar, porque a esta altura de la partida, el empollón se encontraba más marginado que yo que había encontrado un grupo de juego con el que moverme.

 

No me hacía mucha ilusión ir de compras con el Putilla pero pensé en los años pasados solo en los recreos encerrado en mis libros o hablado con solo cuatro o cinco compañeros. Y el pobre Puntilla no hablaba con nadie. Sus padres le había obligado a ir a ese viaje para no tenerlo en casa y, a cambio, le iban a comprar la megadrive II con el Sonic. Así que me dio pena y le acompañé. Compró todo lo que necesitaba: gafas, guantes, botas... alquiló los mejores esquís y el mejor mono –una visión que no les describiré para ahorrarles las pesadillas que me persiguieron durante varios años- y, por supuesto, todo lo más caro. Llegué a preguntarle que porque compraba lo más caro y el respondió con una sonrisa triste:

 

-Para que mi padre se de cuenta de que he venido al viaje

 

Yo me volví con mi grupo de rol, mientras veíamos a Puntilla salir de la tienda lentamente. Se colocó los esquís en una zona absolutamente llana y dio sus primeros pasos. Por alguna ley física que no logró comprender, los esquís comenzaron a coger velocidad, mientras el Putilla lanzaba por su boca palabras que no pensamos que supiera. Según la velocidad aumentaba, comenzaron las apuesta de hasta donde llegaría. Además de debatir sobre la misteriosa velocidad tomada por mi compañero de habitación. Lo cierto es que el debate duró poco. En menos de un minuto Puntilla había chocado contra la torre del telesilla, ante la mirada atónita de los profesores y nuestras carcajadas. Puntilla se levantó tan digno como pudo, se quitó los guantes y se dirigió hasta donde estábamos. Por algún motivo que no comprendo aún, me lanzó sus guantes y salió corriendo hasta la habitación. Y por motivos aún más misteriosos, yo recogí sus esquís para llevarlos hasta la tienda donde los había alquilado –estaba seguro de que no los volvería a usar-.

 

-¡Tu! Dursselev ¿que le has hecho a Puntilla?

-I have not done anything, Mr. Cesar.

 

El resultado de mi atrevimiento fue pasarme el resto del fin de semana con Puntilla pero, al menos, dentro del hotel no hacia frío, los colegas de rol vinieron a mi habitación y Puntilla demostró que era un experto abriendo botellas de cerveza con un mechero.

Cuidado con las bombas

 

Don José Juez era un maestro de los antiguos. De esos que saben de todo y son capaces de enseñarte cualquier cosa. En Ríolete tenían la costumbre de que el maestro acompañará a los alumnos por toda la primera etapa de la EGB, por lo que D. José se convirtió en parte importante de nuestras vidas. No les engañaré si les digo que al final de mi etapa escolar es de él de quién mejores recuerdos guardo, pese a su tendencia a levantarme por los mofletes cada vez que hacía algo que no debía. Pero es que él era de ese tipo de maestros que pensaban que la letra con sangre entra, pero cuanta menos sangre mejor. Después de muchos años, ya fuera del colegio, llegué a la conclusión de que la aparente brutalidad de D. José no era tal, que jamás hizo daño a nadie, y que lo que pretendía era mostrar una figura paternal para todos aquellos que no la conocieron en casa. Bien porque sus padres trabajasen muchos, bien porque al llegar las vacaciones los mandasen de campamento para seguir viviendo sin ser molestados.

 

Pues bien, hoy les voy a contar una de las muchas historias que D. José protagonizó en mi vida. Tal vez la recuerde con mayor viveza por como se vivieron aquellos años en Ríolete, con los aviones y helicópteros americanos pasando sobre nuestras cabezas camino de la base de Rota. Eran los tiempos de la primera guerra del Golfo y D. José estaba seguro de que una bomba atómica lanzada por Sadam Husein, o por sus aliados del norte de África, iba a caer sobre nuestro colegio. Estaba seguro de que los aviones iraquíes fuesen capaces de sobrevolar todo el Mediterráneo sin ser vistos, pero también estaba absolutamente convencido de que confundirían el patio de nuestro colegio con la base naval. Así que comenzó a explicarnos lo que debíamos hacer si veíamos un avión dirigirse hacia nuestra ventana.

 

-¡Chicos!. Si ven un avión de guerra sobrevolar el colegio.

- ¿Cómo ese? Maestro- la voz de Aguja sonó con miedo desde el final del aula mientras señalaba uno de los muchos aviones que pasaban a diario sobre nuestras infantes cabezas.

-No, Aguja, ese es americano. Es de los nuestros. Solo si veis un avión iraquí.

- Maestro ¿como es un avión iraquí?- Ahora era Lacueva el que levantaba la mano.

- ¿Tu eres tonto?- le respondía Aguja- los aviones iraquíes son moros.

 

Y con eso todo solucionado y D. José podía continuar su explicación.

 

-Si veis un avión que viene hacia aquí. O algo muy grande volando solo. Os metéis debajo del pupitre. Os tapáis la cabeza con las manos y esperáis a que os den permiso los profesores para levantaros.

-Pero maestro, ¿la bomba atómica no es lo que lanzaron en Hiroito?- era la voz de Puntilla, el empollón de la clase- Creo que esto no funcionará. Sería mejor rezar un padre nuestro...

D. José se puso verde, mientras gritaba que era Hiroshima y que en la clase mandaba él y que debíamos hacer lo que el dijese. Aunque al final tuvo que reconocer que lo del padre nuestro no era mala idea....

Can yu estar riding, plis

Aún recuerdo con desagrado mis clases de inglés. Hoy todo el mundo tiene una educación bilingüe –trilingüe si eres catalán, vasco o gallego-, pero entonces a los idiomas no se le daba tanta importancia, al fin y al cabo ¿qué españolito iba a estar preparado para irse a EEUU o Inglaterra?. Como diría Homer Simpson: “English. Who need that?. I never go to England” Y yo menos que nadie.

 

Pese a todo, en el colegio se empeñaron en darnos inglés desde chiquititos, lo que no sirvió para que mis amigos  y yo aprendiéramos la lengua de la pérfida Albión. En mi caso porque mis oídos no están situados en la posición correcta, en el caso de mis amigos porque no tenían capacidades innatas para ello. Y, además, las clases de nuestro profesor no ayudaban. Pero lo peor no eran las clases en esas tiernas edades. Lo peor vino cuando “nos hicimos mayores” y entramos en BUP y conocimos a nuestro mayor enemigo: D. Cesar Jose. El nuevo profesor de inglés. Las clases se convirtieron en sesiones de torturas dirigidas magistralmente por su sádica mano hasta el final del aula. Lacueva y yo, sentados el uno junto al otro, nos mirábamos acongojados cada vez que su figura accedía al aula con ese toque que solo los grandes profesores pueden tener. Llegaba hasta su mesa y, antes de que nos hubiera dado tiempo a sacar los libros, ya había dicho la fatídica frase:

 

- Dursselev, can yu estar riding, plis

-Yes, ay can.

Como para no poder, él era el profesor y yo el alumno. Así que allí te ponías a leer, con tu maldito acento medio español, medio inglés, con entonación francesa porque, a estas alturas, ya estabas dando francés y latín y no eras capaz de reconocer donde estabas. D. Cesar Jose iba poniéndose colorado según escuchaba mi entonación y, finalmente, decía en perfecto castellano

-¡Lacueva!, siga usted y espero que no lo haga peor que su compañero.

-Fiuuu... lo intentaré, pero no le prometo nada.

- ¡Ey! Que hago lo que puedo, y además, no rajéis de mí, que estoy aquí todavía. ¿no me ve, D. Cesar? Soy el gordo del fondo.

-Chetos... digo.. Dursselev... a la calle

- I not understand to you.

Y la discusión seguía por derroteros parecidos, hasta que yo daba con mi cuerpo fuera de clase. Dejando a Lacueva con los ojos en lagrimas ante mi valentía. Y yo marchaba con mis libros de inglés, como pedía don Cesar. Pero, mis libros de Warhammer y rol, porque, amigos míos, que no fuese capaz de leer en voz alto, no quería decir que no supiese inglés.

La universidad

 

Al terminar mi periplo en Ríolete di el salto a la Universidad. Como supondrán, mi expediente no me dejaba mucho donde elegir, pero eso no era problema. Tenía muy claro lo que quería estudiar desde hacía mucho tiempo. Estoy seguro que no tengo que decirles cual fue mi decisión, ya les he dicho que preparo oposiciones y que esto que ahora escribo los hago entre temas de derecho administrativo. Con esos datos ya habrán supuesto, sin equivocarse, que estudié Historia.

Mis padres me pagaban la carrera de Periodismo en una privada de Madrid, me mandaban a Londres o a la Conchinchina con tal de que no estudiase Historia. Pero yo, erre que erre... ¡cuantas veces me habré arrepentido! Bueno, lo cierto es que pocas veces. Si en el colegio me lo había pasado muy bien, la Universidad no lo fue menos. Sobre todo teniendo en cuenta que junto a mí tenía a mi amigo Lacueva. Por alguna extraña razón (tal vez la forma de vestir, venir del mismo colegio, ir juntos desde el primer momento) todos nuestros nuevos compañeros pensaron que éramos hermanos, aunque nos llamábamos igual (como se imaginaran ni yo me llamo Cathan ni el José, los derechos de autor, ya saben) y nos apellidábamos diferente.

Aún así, pronto hicimos amistades: Santón, PPmix, el Negro, Atalaya, el Nazi... un grupo muy heterogéneo, que acabó siendo la base de la nueva tuna de la facultad, aunque yo no llegué a entrar en ella, no podía renunciar a mis principios y, además, si lo hubierá hecho no hubierá podido reirme de ellos. Pero lo mejor de todo fue que tanto Lacueva como yo dejamos de ser los pardillos de la clase. En aquel lugar todo el mundo era raro, habían sido los idem de sus respectivos colegios. Gente extraña que prefería juntarse a hablar de la toma de Roma por los godos que de el último partido de fútbol. Aunque, para ser fieles a la verdad, hemos de decir que Atalaya y yo solíamos acudir al Carranza cada domingo.

Juntos conocimos la verdad de la Universidad: muchas horas en aquel recinto, mucho estudio (ahora si estudiábamos porque lo que hacíamos nos gustaba, y porque estábamos en primero), las primeras decepciones con el sistema universitario, las huelgas, los exilios por falta de aulas, los malos profesores, los suspensos injustos, horas encerrados en clases en las que no se aprendía nada.... Y, por fin, en segundo de carrera, las ideas utópicas: crear una revista de historia, soñar con superar las aulas y ver nuestras ideas en papel, organizar congresos, conocer a grandes historiadores.... Y así nació Utopía, nuestra revista de Historia, de 8 paginas fotocopiadas y grapadas por nosotros mismos.

Pero tuvimos un problema: con Utopía y con la tuna, con Lacueva convertido en el Visir y con Chetos transformado en Dursselev de Utopía, habíamos vuelto a ser los raros de la clase. Pero, al menos, habíamos descubierto el mayor secreto del historiador: junto a una botella de manzanilla o de absenta toda la Historia se aprendía mejor, y las musas del tiempo pasado llegaban antes. Y, lo que es mejor descubrimos que junto a una botella los hombres aparecían como lo que eran y, como dijo Willand en El manto blanco, casi todos mis nuevos amigos “sabían beber felices, eran buenos hombres”

Respeto a los grandes

 

El otro día acudí a Jerez a un concierto de Bob Dylan, el mito viviente del folk, que revolucionó el rock americano junto a su grupo –The Band- y enfrentándose a otro mito vivo, pero menos conocido, como fue Neil Young y su banda Crazy Horse. Para alguien como yo, que lleva en su mp4 a Aretha Franklin, Louis Armstrong y, por supuesto a Neil y a Bob, esa noche debía ser mágica.

Y lo fue, Bob Dylan llenó el escenario con solo cinco músicos, su voz rota y sus letras indescriptibles. Música con mayúsculas. Espectáculo en estado puro. Como solo los Bob pueden hacerlo. Si el actor secundario Bob es capaz de eclipsar al propio Homer Simpson, Bob Dylan es capaz de eclipsar sus limitaciones. Se me pusieron los pelos de punta al escuchar su voz en algunas de las melodías publicadas por The Band.

Pero también se me pusieron los pelos de punta con la falta de respeto de algunos de los presentes. Es normal que haya ruido, que la gente grite y coree las canciones –si el gran Bob te deja, cosa que no suele-, pero lo que no es normal es la conversación sobre los tíos que les esperaban en la calle de las dos muchachas de atrás. Ya han leído ustedes en que mundo me he criado: colegios elitistas, urbanizaciones de lujo, ... pues en mi vida he visto a dos pijas como

 

esas. Además, parecía que les molestaba que el “viejuno” cantará, porque insistían en sus conversaciones, gritando para dejarse oír por encima de Its allright ma. Y yo no podía dejar de preguntarme que hacían ellas allí. Para que pagar una entrada si no quieres escuchar y, me juego el cuello, ni siquiera sabes quién es aquel que está cantando......

 

Lo cierto es que termine el concierto soñando con que el actor secundario Bob salía de los vomitorios de Chapin para apuñalar a las dos pijas como si de las tías Pati y Selma se tratará. Pero no, las pijas siguieron allí y yo terminé el concierto extasiado por lo visto -pese a no ser el mejor momento del maestro- y el racional odio a esas personas que no respetan los momentos de los demás y, sobre todo, no respetan a los grandes.

Agregandose, II

 

Así que allí estábamos. En un lugar que apenas conocíamos: las pistas deportivas. Junto a una portería con un portero regordete con cara de simpático. Y más felices que unas castañuelas porque habíamos entrado en otro grupo sin ningún tipo de trauma. Definitivamente antes todo era más sencillo. Más aún en Las Calas, donde todos éramos más infantiles de lo que debiéramos, no como ahora, donde la infancia a desaparecido en las noches de Conil.

- ¿Estás seguro de que ha dicho “bueno”?-pregunto Pancho.

-Sí, sí, yo le he oído decirlo- respondió Cocom –parecen buena gente

-Pero juegan al fútbol....

Sí, definitivamente jugaban al fútbol y eso no me gustaba. Pero mejor eso que quedarse solo, que una partida de rol con tres jugadores no era divertida. Así que nos sentamos junto a la portería, guardando celosamente nuestras bicicletas y mirándonos nerviosos en aquel lugar hostil. Lo peor vino cuando el portero regordete del que ahora era nuestro equipo gritó varias veces “bueno”, con lo que las dudas se acrecentaron en Pancho porque “la entonación ha sido la misma, no iba por nosotros”. Y el bueno se repitió varias veces, tantas como goles marcaron los delanteros de nuestro equipo, que finalmente ganó el partido, demostrando que no eran unos perdedores. Y con cada gol, nuestras miradas se cruzaban nerviosas.

Al finalizar el partido, todos los jugadores montaron en sus bicis, camino de la piscina de uno de ellos. Y con ellos fuimos nosotros. Al cabo de una media hora, ya en el agua de la enorme piscina de un delantero madrileño, alguien preguntó:

-¿Y vosotros quienes sois?

- Yo soy Pancho, ese Cocom y el gordo Cathan, somos amigos del Ruso.-Tan obvio como siempre, Pancho lo dejó todo claro. Y solucionó todas nuestras dudas: esta gente no sabía quien era el Ruso. Así que Pancho comenzó a describirle a nuestro amigo con todos los detalles que podía.

 

-Sí, killo, es alto, ajin, fuertote,... como Yamcha, pero en ruso.

Nada, que aquellos tíos no sabían quién era el Ruso, y cada vez ponían peores caras. Yo ya me veía peleándome con ellos en la piscina de su casa. Desde luego, no era una buena manera de empezar a entablar amistad. Mis ojos recorrieron la piscina en busca de una sonrisa, y no la vi.

- Si lo conocéis –insistía Pancho- juega al rol con vosotros en Cádiz. Al James Bond.

- ¡Anda!, están hablando del inglés, del colegio- la voz del portero regordete sonó sobre los murmullos del resto. Parecía que el acoplamiento había dado resultado, pese a que Pnacho comenzó a insistir en que no conocía a ningún inglés, que él era amigo de un ruso nacido en Cádiz.

Agregandose I

 

Ayer les dije que hoy les hablaría de mi cambio de grupo. Lo cierto es que se produjo en cuando cumplí los 15 años. Pero el cambio se dio entre los amigos de Las Calas. Mientras algunos de los vecinos ya llevaban años afeitándose otros comenzaban a hacerlo y, como comprenderán, surgieron las diferencias. Más aún, cuando la diferencia de edad provocó que algunos lograran que sus padres le compraran una moto. Mis primos fueron los primeros: dos vespinos, uno rojo y otro negro. Sus padres siempre les compraban las cosas a pares: que la niña quiere un piano, pues al niño, otro; que el niño quiere una Atari, otra para la niña. Y yo llorando por las esquinas para que me comprasen unos dados.

Después de mis primos, la moto cayó en casa de las vecinas y la mayor, María de los Llantos, moto negra. Después le tocó el turno a Juan –que más tarde descubrimos que era un infiltrado de los juanes para desestabilizar nuestro clan-, moto rosa. Y los motorizados decidieron que las noches eran más divertidas en una venta cercana: los acebuches. Y que nuestras partidas de rol no alcohólicas no eran divertidas.

A eso se unió que las niñas del grupo también se fueron. Les diría que por haber encontrado un grupo de niños más altos, listos y guapos que nosotros, pero les mentiría. La verdad es que se fueron porque nosotros solo teníamos ojos para Xena y su relación con Gabriel, lo que nos dejaba poco tiempo para hacerles caso a esllas.

Así que el grupo se disgregó y yo me quede con los pequeños: el Ruso, cuya madre era de allí, tenía un año menos que yo, pero ya con 14 años parecía mucho mayor y, desde luego, nos manejaba a su antojo; Álvaro Ciudades, con 13 añitos era el más pequeño y manipulable... pero ya jugador de rol empedernido; y Pancho, también con 14 tiernos años y aún con la cabeza medianamente en su sitio. El Ruso había comenzado a jugar al rol con unos compañeros del colegio, que tenían casa en Las Calas, y nos dijo que para quedarnos los cuatro solos podíamos juntarnos con sus amigos. Pero que tenía que ser pronto, porque él tenía que ir a Moscu a ver a sus abuelos. Y se fue, pero antes de que pudiésemos conocer a sus amigos. Solo nos dio un dato:

 

-El jueves, a las 5, juegan al fútbol en las pistas.

-¿Hay de eso?- preguntó Pancho.

-Claro, yo las he visto, están cerca de la piscina- respondió Cocom, mientras yo, simplemente, me encogía de hombros.

Así que allí nos fuimos los tres, el Ruso iba camino de casa de su abuela, con muro y todo. Y nos encontramos con un grave problema con el que no nos esperabamos.

-Oye, ¿eso no son dos equipos?- Pancho siempre preguntaba lo más obvio. Pero era cierto, había dos equipos y nosotros no sabíamos cual era el nuestro... o el de nuestro amigo.

Después de un rato observándolos, decidimos que el portero del fondo parecía más simpático. A pesar de ir perdiendo sonreía, con esos mofletes regordetes que recordaban a los míos. Y eso era buena señal, no era un ganador. Nos acercamos a él y, como el mayor que era, yo llevé la voz cantante.

-Eso, eh,... perdona, ¿podemos apalancarnos con vosotros?.

-Bueno....

Y nos convertimos en agregados de un grupo que no sabíamos si era el nuestro...

Residencial las calas...

 

Tal ver se habrán imaginado que yo era un niño bien, y nada más lejos de la realidad. No es que mi padre fuesen pobres, pero vivíamos bien gracias a que había logrado ascender en su empresa a base de trabajo. Mi padre era uno de esos directivos hechos así mismo, que había entrado a trabajar con 16 años como calcador de planos, para acabar ejerciendo de directivo en la zona. Y con eso, unas tierras heredadas, y vendidas, y la compra de un chalecito en una urbanización que empezaba a formarse, se hizo el milagro. Y mi yo imberbe salía los viernes del pseudointernado para irse a pasar el fin de semana (y cualquier otra fiesta) en una urbanización conileña.

 

Allí no estaban Florentino, ni Lacueva, ni Aguja. El Cabeza, que vivía en Conil, se acercaba alguna vez en bici, pero lo normal es que yo no tuviera a mis amigos y me conformará con mi primo y los vecinos. Un grupo bien avenido, sin duda, mientras que los vecinos fuesen cercanos. Porque la calle estaba divida en dos. Por un lado los roteños y los juanes, que tenían ese original nombre porque eran de Rota, y los que no lo eran se llamaban Juan. Cosas de la niñez. Y del otro nosotros: los matagatos, aunque jamás hubiéramos hecho daño a un solo gatito, más bien, los recogíamos y les dábamos leche robada en casa de mis abuelos, pero eso no debía saberse porque en aquel entonces aun no se llevaba el ecologismo, y cuidar a los gatitos podía hacer que fuesemos considerados unas nenazas... o Pedro, el de Heidi, que nunca dejó muy claro que hacía en lo alto del monte con las cabras. O nuestras mentes, que ya empezaban a estar calenturientas, pensaban cosas raras.

Pero volvamos a la calle. Unos y otros nos enfrentábamos en diversas ocasiones, por las cuestiones más peregrinas –pero nunca por ocupar una pista deportiva-. Y en una de estas luchas fronterizas conocí al que hoy es uno de mis mejores amigos. Cocom, Álvaro Ciudades, cometió el terrible pecado de ser nuevo en la manzana y creer que podía pasar por nuestro territorio sin pagar peaje. Nosotros no sabíamos si era de Rota o se llamaba Juan, así que le preparamos una trampa mortal en el camino de tierra que cogía con su hermana para volver a casa tras los paseos en bici. Camino que pasaba justo por delante de nuestra cabaña. Porque yo fui un niño de los que hacían cabañas con ramas de árbol o las enterraban aprovechando antiguos montículos de obras.

Cocom cayó en la trampa. El resultado: sus dos ruedas pinchadas en un boquete lleno de rosales, un brazo roto y algunos dientes partidos por el batacazo. A partir de ahí, se lo pueden imaginar. Sus padres hablando con los nuestros y castigos respectivos a todos. Yo no lo pasé muy mal, porque mi casa y la de mi abuela estaban unidas, y no poder salir de la parcela no impedía que me reuniese con mi primo para jugar a los playmobils. En esa semana de castigo Cocom vino a visitarnos con una caja de nuestros preciados clis: el fuerte. Desde ese día, las batallas se trasladaron a los porches de su casa, y al centenar de clis del oeste que tenía. Después pasamos a otras batallas: rol, rol en vivo, warhammer, esa piba es mía, hoy pagas tu el güisqui... lo normal dependiendo de la edad.

Pero en esos años ya no éramos los matagatos, habíamos pasado a ser los marabunta, de forma un poco absurda, ya lo verán, pero esa historia la dejo para mañana. Porque todos, alguna vez, fuimos un agregado....

El colegio: Ríolete

Hoy les voy a hablar de mi colegio, uno de esos con tintes religiosos y adscritos al MOPUS, ya me entienden. Estaba casi interno, y digo casi porque dormía en casa, a la que llegaba a eso de las 6. Pero no estábamos allí porque nuestros padres no nos quisieran, al menos en mi caso no era así, si no por la buena fama que tenía el centro: el colegio Riolete (como dice mi buen amigo Gades Noctem en su blog, no he comprado los derechos para usar el nombre real), de El Puerto de Santa María. Porque si no lo he dicho hasta ahora, se los hago saber: soy gaditano, de Cádiz Cádiz.

Pero les hablaba de mi colegio. Era un centro elitista donde se juntaba la gente con más dinero y con más tontería de la provincia, con los hijos de los adeptos del Mopus (que no pagaban) y con otros que habíamos caído allí porque los jesuitas no tenían autobús escolar. Eso hacía que los grupos de amigos fueran muy diversos. En mi caso, el grupo lo formábamos cinco: el cabeza, que era de Conil y se parecía más a un burro que a un ser humano –noble pero más bruto que un arado-; José Lacueva, que años después, ya en la carrera, se convirtió en el Visir, cabezón, rubio casi albino, asmático y fumador desde los 10 años; Paco Florentino, hijo de un médico terrateniente venido de un pueblo de la sierra, lo que no le impedía ser blanco como leche y canijo hasta un punto imposible de creer; Santi Aguja, que siempre iba un paso por detrás del resto, y que era bajito, feo y con gafas; y yo, que como se pueden imaginar era uno más del grupo y que era conocido en aquel entonces como Chetos, por el parecido más que razonable con el ratón gordo que en aquella época anunciaba ese nuevo producto que venía a sustituir a los gusanitos de toda la vida

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Lo cierto es que ninguno de los cinco fuimos grandes estudiantes, ni si quiera eramos buenos deportistas, nos pasábamos los recreos (que eran eternos en nuestro estado psudo-interno) tirados al solecito, hablando de niñas y, como no podía ser menos, viendo revistas pornos que Lacueva robaba en una tienda cercana a su casa. Otro día, con más tiempo, les contaré sus aventuras con el kiosquero.

En clase nos sentábamos en las últimas filas, y no porque no quisiéramos aprender, ni porque nos pusieran allí para que el ruido fuese menor. Si no porque estábamos plenamente convencidos de que escondido detrás de los empollones nos hacíamos invisibles. Como pueden imaginarse no ocurría y siempre éramos los primeros a los que se nos preguntaban por unas actividades que no estaban hechas.

Con todo esto, ya se habrán imaginado que nosotros éramos los pardillos de la clase, aquellos centro de toda burla. Ya saben, esos de los que vosotros alguna vez os reísteis.

El inicio de todo

No soy mucho de escribir en blog y estas cosas. Más que nada porque mi vida no tiene nada de diferente a la de otros muchos y porque, además, no creo que a nadie le interese lo que me pase cada día. No me gustan esas historias que cuenta la gente en sus páginas. Eso de ir diciendo que hago cada día, quién me gusta y qué me gusta de las mujeres. Qué no soporto en los amigos, o cual es mi color preferido. Y como no me gustan esas historias no las contaré aquí.

Prefiero recordar lo que me pasó antaño, cuando aún era un jovencito imberbe de quince años o menos y por mi mente no pasaba presentarme a unas oposiciones. Mis aventuras y desventuras en el colegio, con los amigos, en la urbanización donde veraneaba en mi burbuja de rol y playa. Las primeras borracheras cuando aún se permitía beber en la calle y no en botellodromos. Y, porque no, aquellas cosas que se me vengan a la cabeza día a día. Si es que soy capaz de venir por aquí a diario y, más importante aún, si hay alguien al otro lado de la pantalla que crea que merece la pena pasar a leer mis historias, mis anécdotas o mis pajas mentales, que también las habrá.

Sin más, un saludo a todos, de un opositor que ve poco la luz del día, y que busca en el reflejo de una pantalla de ordenador el espejo de la vida que se escode tras la puerta de la biblioteca. Porque, amigos míos, cuando uno decide comenzar a estudiar una oposición la vida cambia por completo. Lo que antes era la rutina -irse de copas con los amigos un sábado- ahora es un sueño inalcanzable. La noche se convierte en un momento de relax y tranquilidad... y de aspirinas para el dolor de cabeza. Pasas de ver a tus amigos a diario, a conocer la vida del bedel de la biblioteca como si fuese la tuya propia. Y, lo que es peor, la vida de Yupi en su viaje intergalactico hasta la mente de los infantes de 1988 te parecerá más divertida que la tuya.

Por eso, entre tema y tema de derecho administrativo, acabas recordando lo vivido cuando aún creías a ciencia cierta que tus padres te mantendrían toda la vida.