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Catandur

Urbanización

Bizcocho

Dicen que todos los niños son crueles, y nuestra niñez llegó hasta cerca de la mayoría de edad. Y con ella, nuestra crueldad. Pero toda nuestra fuerza imaginativa se dirigía a una sola persona: Irina. Irina era rubia, tanto que a veces su pelo parecía blanco, como su piel, que era absolutamente blanca. En no pocas ocasiones me recordó a Florentino, mi amigo del colegio. Pero Irina tenía otra particularidad: solo con que el sol rozara su piel, se convertía en roja. Motivo por el que, en nuestra infinita crueldad, comenzamos a llamarla Gusiluz. Muchos años después descubrimos que Irina era un patito feo, que finalmente acabó convirtiéndose en cisne, y perdonándonos toda la crueldad que habíamos dirigido hacia ella.

Les pondremos un ejemplo de nuestra crueldad con Irina. Un día, en la playa, las niñas del grupo nos preguntaron que porque no nos gustaba salir con ellas –o algo parecido, no lo recuerdo bien- y el Chino les respondió que eran muy feas y que, además, nos espantaban a otras niñas. Ellas respondieron enfadadas y Peter, un gaditano tan peculiar como buen amigo, respondió que se fijasen en Irina, que era el claro ejemplo de la fealdad. Irina, que estaba justo a su lado, se echó a llorar y finalmente salió corriendo hasta su casa.

Ibérica nos puso los puntos sobre las ies y nos dijo que éramos unos niñatos, que debíamos disculparnos con ellas. Que mucho ir a su casa a tomar los –exquisitos- bizcochos de su madre, o a meternos en la piscina y luego la tratábamos así. Su convicción y enfado fue tal que acabamos acatando sus órdenes y acudimos a casa de Irene. Hasta allí fuimos Peter, el Chino, Gab(r)i Paz, Jon Etxebarría –un vasco que vino un par de veranos y que tenía a todas las niñas locas- y yo.

La casa de Irina tenía un anteporche de cristales, y allí dentro esperamos los cinco mientras las niñas iban a buscar a su amiga y la intentaban convencer de que saliera. Mientras eso ocurría, Gabi Paz se dedicó a observar el anterporche, hasta descubrir un paquete de papel albal sospechoso.

-Oye, ¿eso no será un bizcocho?.

-Ábrelo- fue Jon el que lo decía mientras comenzaba a retirar el papel

- Está caliente.

-No importa- dijo finalmente Peter con la boca llena de bizcocho.

El resto se lo pueden imaginar. Irina se puso nuevamente roja, pero del enfado, e Ibérica estuvo varios días sin hablarnos hasta que, finalmente, nos dijo:

- El bizcocho no era para vosotros. No debisteis coméroslo.

- Cierto- dijo Jon –estaba demasiado caliente todavía.

Boyas

 

Las Calas recibe su nombre unas magnificas playas, de arena blanca y agua cristalina. Las playas de Conil son de las mejores de España, pero no lo digan mucho por ahí, que aún no están masificadas. Cuando llegaba el verano, nosotros éramos fijos en Francia. Y no, no nos íbamos a Paris, sino a la bajada de la calle Francia, igual que otros bajaban por Dinamarca, por la Depuradora, Helvetia o las Rocas. Pero nosotros bajábamos por Francia, entonces la principal bajada y única que tenía escaleras hasta la arena. Allí nos conocíamos todos. Los grupos de amigos se reunían entorno a equipos de fútbol: los Adambels, los HotDog, los Canarios, los Surferos –archienemigos de todos los demás- y nosotros: los Marabunta o Ertoil, ya que durante varios años estuvimos patrocinados por el tío de Rambo. Las rivalidades de las pistas se trasladaban a las playas. Se luchaba palmo a palmo por coger el mejor lugar en la orilla para jugar al fútbol, o el mejor lugar donde tirarse a tomar el sol. Se luchaba, inocentes de nosotros, por tener a las mejores niñas, cuando realmente eran ellas las que nos elegían a nosotros.

 

En nuestra pandilla estuvimos bien surtidos. Teníamos a varias de las niñas más guapas de la playa: las hermanas Almoraina y Magot, y la sevillana Nilda. Otras más normales, como Ibérica, las hermanas Tambo: Natacha y Beata, Irina –con la que fuimos crueles hasta puntos insospechados-, Paola y algunas más. Eran un buen grupo, la verdad, aunque no en pocas veces les hicimos el feo por conseguir “el amor” de las tres primeras.

 

Pero les hablaba de la playa. Y en la playa hay que hablar del mar. Un mar bravo, duro y peligroso que en no pocas ocasiones se cobró la vida de incautos veraneantes. Yo no tenía muchos problemas con el agua. Como se imaginaran, teniendo como apodo el Chetos, era gordo –o lo soy, mejor dicho-. Pero la gordura me daba una ventaja en el agua que nadie más tenía: flotaba, como los petroleros. Seguro que hay alguna ley física que lo explique, pero yo la ignoro. Por dos razones fundamentales: primero porque aprobé física y química a base de chuletas; segundo, soy de letras. Pero lo cierto es que flotaba. No me comía nada en las noches de Conil, pero flotaba. Y en eso estaba, flotando cual boya a la deriva, cuando escuche una voz en la cercanía. Una de esas veraneantes, que no hacen caso de los lugareños y se lanzan a nadar. Ni corto ni perezoso me acerque hasta ella –no era plan de dejarla morir- entrando en la corriente de agua que nos llevaba hacia el interior del Atlántico. Logré llegar a ella, y agarrarla. Y entre mi flotabilidad y mi esfuerzo conseguí mantener su cabeza fuera del agua. El problema era que ella estaba histérica, y no había forma de moverla. Yo intentaba tranquilizarla, mientras llamaba a mis amigos para que me ayudaran.

 

-Tranquila- le decía- relájate. Que salir no saldremos pero hundirnos no nos hundiremos.

 

Pero eso no lograba tranquilizarla, más aún, cuando la orilla comenzaba a alejarse de nuestro horizonte. Cuando ya lo creía todo perdido, y me veía navegando a la deriva cual patera sin patrón, escuche las voces de Rambo y el Chino:

 

-¡Tíos! El Chetos está con una tía.- decía feliz Rambo.

- ¡Eso es que se están ahogando!, a por ellos- el Chino siempre mordaz y locuaz. Pero lo cierto es que, por una vez, el no comerme ni una rosca en Conil, me había salvado la vida. Más allá de la crueldad de mis amigos que, también por una vez, había sido dirigida hacia mí y no hacia Irina.

Residencial las calas...

 

Tal ver se habrán imaginado que yo era un niño bien, y nada más lejos de la realidad. No es que mi padre fuesen pobres, pero vivíamos bien gracias a que había logrado ascender en su empresa a base de trabajo. Mi padre era uno de esos directivos hechos así mismo, que había entrado a trabajar con 16 años como calcador de planos, para acabar ejerciendo de directivo en la zona. Y con eso, unas tierras heredadas, y vendidas, y la compra de un chalecito en una urbanización que empezaba a formarse, se hizo el milagro. Y mi yo imberbe salía los viernes del pseudointernado para irse a pasar el fin de semana (y cualquier otra fiesta) en una urbanización conileña.

 

Allí no estaban Florentino, ni Lacueva, ni Aguja. El Cabeza, que vivía en Conil, se acercaba alguna vez en bici, pero lo normal es que yo no tuviera a mis amigos y me conformará con mi primo y los vecinos. Un grupo bien avenido, sin duda, mientras que los vecinos fuesen cercanos. Porque la calle estaba divida en dos. Por un lado los roteños y los juanes, que tenían ese original nombre porque eran de Rota, y los que no lo eran se llamaban Juan. Cosas de la niñez. Y del otro nosotros: los matagatos, aunque jamás hubiéramos hecho daño a un solo gatito, más bien, los recogíamos y les dábamos leche robada en casa de mis abuelos, pero eso no debía saberse porque en aquel entonces aun no se llevaba el ecologismo, y cuidar a los gatitos podía hacer que fuesemos considerados unas nenazas... o Pedro, el de Heidi, que nunca dejó muy claro que hacía en lo alto del monte con las cabras. O nuestras mentes, que ya empezaban a estar calenturientas, pensaban cosas raras.

Pero volvamos a la calle. Unos y otros nos enfrentábamos en diversas ocasiones, por las cuestiones más peregrinas –pero nunca por ocupar una pista deportiva-. Y en una de estas luchas fronterizas conocí al que hoy es uno de mis mejores amigos. Cocom, Álvaro Ciudades, cometió el terrible pecado de ser nuevo en la manzana y creer que podía pasar por nuestro territorio sin pagar peaje. Nosotros no sabíamos si era de Rota o se llamaba Juan, así que le preparamos una trampa mortal en el camino de tierra que cogía con su hermana para volver a casa tras los paseos en bici. Camino que pasaba justo por delante de nuestra cabaña. Porque yo fui un niño de los que hacían cabañas con ramas de árbol o las enterraban aprovechando antiguos montículos de obras.

Cocom cayó en la trampa. El resultado: sus dos ruedas pinchadas en un boquete lleno de rosales, un brazo roto y algunos dientes partidos por el batacazo. A partir de ahí, se lo pueden imaginar. Sus padres hablando con los nuestros y castigos respectivos a todos. Yo no lo pasé muy mal, porque mi casa y la de mi abuela estaban unidas, y no poder salir de la parcela no impedía que me reuniese con mi primo para jugar a los playmobils. En esa semana de castigo Cocom vino a visitarnos con una caja de nuestros preciados clis: el fuerte. Desde ese día, las batallas se trasladaron a los porches de su casa, y al centenar de clis del oeste que tenía. Después pasamos a otras batallas: rol, rol en vivo, warhammer, esa piba es mía, hoy pagas tu el güisqui... lo normal dependiendo de la edad.

Pero en esos años ya no éramos los matagatos, habíamos pasado a ser los marabunta, de forma un poco absurda, ya lo verán, pero esa historia la dejo para mañana. Porque todos, alguna vez, fuimos un agregado....