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Catandur

La universidad

 

Al terminar mi periplo en Ríolete di el salto a la Universidad. Como supondrán, mi expediente no me dejaba mucho donde elegir, pero eso no era problema. Tenía muy claro lo que quería estudiar desde hacía mucho tiempo. Estoy seguro que no tengo que decirles cual fue mi decisión, ya les he dicho que preparo oposiciones y que esto que ahora escribo los hago entre temas de derecho administrativo. Con esos datos ya habrán supuesto, sin equivocarse, que estudié Historia.

Mis padres me pagaban la carrera de Periodismo en una privada de Madrid, me mandaban a Londres o a la Conchinchina con tal de que no estudiase Historia. Pero yo, erre que erre... ¡cuantas veces me habré arrepentido! Bueno, lo cierto es que pocas veces. Si en el colegio me lo había pasado muy bien, la Universidad no lo fue menos. Sobre todo teniendo en cuenta que junto a mí tenía a mi amigo Lacueva. Por alguna extraña razón (tal vez la forma de vestir, venir del mismo colegio, ir juntos desde el primer momento) todos nuestros nuevos compañeros pensaron que éramos hermanos, aunque nos llamábamos igual (como se imaginaran ni yo me llamo Cathan ni el José, los derechos de autor, ya saben) y nos apellidábamos diferente.

Aún así, pronto hicimos amistades: Santón, PPmix, el Negro, Atalaya, el Nazi... un grupo muy heterogéneo, que acabó siendo la base de la nueva tuna de la facultad, aunque yo no llegué a entrar en ella, no podía renunciar a mis principios y, además, si lo hubierá hecho no hubierá podido reirme de ellos. Pero lo mejor de todo fue que tanto Lacueva como yo dejamos de ser los pardillos de la clase. En aquel lugar todo el mundo era raro, habían sido los idem de sus respectivos colegios. Gente extraña que prefería juntarse a hablar de la toma de Roma por los godos que de el último partido de fútbol. Aunque, para ser fieles a la verdad, hemos de decir que Atalaya y yo solíamos acudir al Carranza cada domingo.

Juntos conocimos la verdad de la Universidad: muchas horas en aquel recinto, mucho estudio (ahora si estudiábamos porque lo que hacíamos nos gustaba, y porque estábamos en primero), las primeras decepciones con el sistema universitario, las huelgas, los exilios por falta de aulas, los malos profesores, los suspensos injustos, horas encerrados en clases en las que no se aprendía nada.... Y, por fin, en segundo de carrera, las ideas utópicas: crear una revista de historia, soñar con superar las aulas y ver nuestras ideas en papel, organizar congresos, conocer a grandes historiadores.... Y así nació Utopía, nuestra revista de Historia, de 8 paginas fotocopiadas y grapadas por nosotros mismos.

Pero tuvimos un problema: con Utopía y con la tuna, con Lacueva convertido en el Visir y con Chetos transformado en Dursselev de Utopía, habíamos vuelto a ser los raros de la clase. Pero, al menos, habíamos descubierto el mayor secreto del historiador: junto a una botella de manzanilla o de absenta toda la Historia se aprendía mejor, y las musas del tiempo pasado llegaban antes. Y, lo que es mejor descubrimos que junto a una botella los hombres aparecían como lo que eran y, como dijo Willand en El manto blanco, casi todos mis nuevos amigos “sabían beber felices, eran buenos hombres”

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